Hoy te traigo un relato corto de humor que te hará esbozar más de una sonrisa.
¿Tienes un rato libre y no sabes qué hacer? ¿Te apetece leer algo divertido en el bus o el metro? ¿Te has cansado de leer la etiqueta del bote de jabón cuando vas al baño?
En este post tienes una solución a tus necesidades, un relato de humor tan corto que apenas te llevará 10 minutos leerlo, y disponible para descarga en pdf, epub y mobi, totalmente gratuito.
Por supuesto, también podrás leerlo aquí mismo.
En un ejercicio de lo que en otra ocasión he llamdo «arqueología literaria», hoy rescato un relato breve humorístico, en la línea de De la enternecedora historia de su mami y Manolito, pero algo menos elaborado, y de menor extensión.
Me había olvidado de su existencia hasta este verano, momento en que lo encontré agazapado entre las notas de Imposible pero incierto (una novela de horror có[s]mico), notas que mi padre, en un alarde de heroicidad, había rescatado de La Cueva, o sea, un profundo y estrecho armario de obra a ras de suelo aprovechando el ángulo del techo e una buhardilla con el suelo.
En serio, para sacar las cosas que no estan cerca de la puerta hay que vaciarlo parcialmente, tumbarse, e introducir medio cuerpo en semejante túnel polvoriento, como si se estuviera entrando en la Gran Pirámide.
Se trata de un relato escrito antes de Historias que no contaría a mi madre. Es un relato corto escrito en gran parte para plasmar algunas ideas que me rondaban por la cabeza, un poco para ejercitarme y coger soltura escribiendo, y un mucho para evadirme de las tediosas horas de estudio, y que contiene algunas semillas de conceptos que desarrollaría luego o que utilizaría en posteriores relatos más elaborados.
Abórdalo como un mero entretenimiento, puesto que no tiene más pretensiones, y puede que pases un rato divertido (o puede que no).
Espero que te guste.
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Tres Lecciones de vida de un individuo socialmente inepto
Por R. R. López
Puede que os resulte chocante, pero me llamo Perry.
Semejante disparate fue fruto de la fiebre de las teleseries de los años setenta.
Mis padres, unos hippys venidos a menos, solo estaban serenos de nueve a diez de la noche, que era cuando mi madre tenía que parar de fumar canutos para hacer la cena. Como esta era la única parte lúcida de su vida diaria se convirtió para ellos en una obsesión. Para colmo, vino la moda de ponerle a los chiquillos el nombre de protagonistas de series.
Ellos no iban a ser menos, pero, para mi desgracia, ya teníamos en el vecindario un Logan, un Harrelson, y dos gemelos, Stursky y Hutch, que vivían en el bloque de enfrente.
Como ya habréis adivinado, a mi me tocó el jurista. Sí señor, Perry Mason, abogado, como el pan.
Con semejante nombre mi vida estaba pronosticada a discurrir entre la marginalidad y la desesperanza. Toda mi existencia ha sido un cúmulo gris de decepciones y sinsabores, pero he podido extraer unas cuantas conclusiones útiles. Puede que no sean axiomas universales, ni grandes principios filosóficos, pero os aseguro que son las perlas de mi paupérrima experiencia vital. Espero que sepáis apreciarlas.
I
A los 13 años, sin dinero en los bolsillos (mis padres se lo gastaban todo en fitosanitarios para sus plantas de marihuana), decidí ganarme el sustento con «el sudor de el de enfrente». Con todo lo que pude ahorrar vendiendo panecillos, que guardaba de las cenas de Cáritas, a otros niños aun más pobres que yo, me compré una navaja, o eso creía. En realidad era un cortaúñas y, para colmo de males, solo tenía una lima de uñas. Pero esperé poder suplirlo con mi buen hacer y mi capacidad intimidatoria.
Todas las tardes salía en busca de víctimas a las que sustraer una suculenta minuta con la que comprarme la revista Superpop (¡sí, qué pasa, la Superpop!).
Esperaba en mi esquina sombría y, cuando pasaba alguien, lo abordaba con un tono tranquilo pero en el que subyacía un timbre de brutalidad soterrada.
Al cabo de cinco años, rozando ya los dieciocho, tan solo había sacado el equivalente a 25 de los actuales céntimos; se los robé a un niño tetrapléjico al que se le caló la silla de ruedas cuando emprendía la huida.
Tras analizar fríamente mi técnica y todas mis estrategias de latrocinio, descubrí el fallo; estaba en la toma de contacto inicial para retener a la víctima el tiempo suficiente para intimidarla.
Ahí va, por lo tanto, mi primer consejo:
Si eres ladrón, matón, atracador o asaltante, nunca uses como entradilla «Hola, ¿tienes un pañuelo de papel?».
Hoy en día nadie lleva pañuelos de papel, eso solo se encuentra en los bolsos de las señoras maduras y, si por un casual alguien más lleva, los llevan de tela, y no te los van a dejar para que se los pringues.
La mayoría de la gente se limita a contestarte un frío ‘no’ y apretar el paso.
Tampoco son válidas formas de contacto como «¿Tienes algún calcetín de sobra, que he metido el pie en un charco?», «déjame un euro para comprar queroseno para mi motocultor» o «¿A ti te han operado alguna vez de varicosis genital? A mí sí».
II
Como mi carrera en el crimen no prosperaba, empecé a plantearme entrar a trabajar descargando camiones, oficio en el que, según mi tío, (un ex-heroinómano que decidió hacerse faquir tras el programa de desintoxicación, por el gusto que le había cogido a clavarse objetos punzantes en el cuerpo), «Pagan muy bien, y a las niñas les gusta».
El impulso definitivo para dejar la vida de perdición me lo dio, literalmente hablando, la única víctima a la que logré retener el tiempo suficiente para sacarle la terrorífica lima de uñas, que resultó ser un campeón de lucha libre del País Vasco que venía de comprar Cleenex, el cual, con gran amabilidad, me hizo ver más de cerca los ladrillos de la sombría esquina que era mi lugar de trabajo, los adoquines de la acera aneja y el asfalto de la calzada adyacente, tras lo cual me limó las uñas de las manos y de los pies hasta la raíz de la segunda falange y, para finalizar, guardóme la lima en el recto, no fuera a perderla.
Necesité tres meses en cama para digerir tal sobredosis de conocimiento acerca del mobiliario urbano, y para que se soldaran las más de 20 fracturas que habían quedado repartidas a lo largo y ancho de mi anatomía.
Tras esto, impedido para descargar camiones, tuve que pasar el resto de mis días como mecánico de bicicletas.
En esta época, y dado que me sobraba el tiempo libre (después del boom de Verano azul la verdad es que el negocio del biciclo andaba así así) comencé a frecuentar pubs y discotecas en busca del amor ideal.
Había notado que el hecho de que no desapareciera la turgencia de mi escroto podía deberse a mi falta de contacto con el sexo opuesto, en lugar de a una acumulación de líquido cefalorraquídeo ocasionado por la paliza que me diera Yosu (aprovecho ahora para añadir que, además de campeón de regional de lucha libre, era cortolari y harrijasotzaile, usease, levantador de piedras).
Una noche, la chica ideal apareció; estaba buenísima, era ciega, y se la veía con muchas ganas de agradar. Muy mal tendría que jugar mis cartas para que algo fallase.
Planifiqué mi estrategia. Debía decirle algo que me hiciera quedar como un tipo interesante pero que, al mismo tiempo, no quedara muy baboso. Además, debía dejar claras mis intenciones de llegar hasta el final, como imponían mis cada vez más prominentes partes nobles, de forma explícita, directa; nada de comenzar
con farragosos preliminares: estudias o trabajas, cual es tu marca de crema depilatoria favorita, etc.
Por último, pensé, mi voz debía sonar honesta. Esto era muy importante para una chica que no puede juzgarte por una referencia visual.
Una vez hube trazado la táctica perfecta me acerqué con paso decidido y le espeté:
—¿Te gusta el sexo anal? A mí me chifla.
Ella dirigió su rostro en mi dirección y, con avidez, me dijo: —¡Necesito tocarte el rostro!
Por una vez había triunfado.
En aquel momento aprendí dos cosas.
La primera, lo dolorosa que puede llegar a ser la uña del dedo pulgar cuando te la clavan desde la cuenca del ojo hasta el occipucio; la segunda, una gran verdad en lo tocante al sexo femenino:
Con las mujeres hay que ir de menos a más, nunca de más a menos.
III
Tras semejante fracaso, con un parche en el ojo derecho para perpetuar en mi memoria ese día de infausto recuerdo, no era de extrañar que me convirtiera en un solitario.
Sin embargo, hedonista por naturaleza, consagré mis horas de soledad a la búsqueda de juegos eróticos que pudieran aligerar la carga de mi triste existencia.
El vicio de Onán puede llegar a hacerse muy monótono, sobre todo cuando solo te quedan las dos últimas falanges de los dedos, y es necesario aliñarlo con toda suerte de trucos y artimañas.
De esta dilatada experiencia autoerótica surge mi tercer y último consejo, del que os hago depositarios ahora, al final de mis días, pues pienso que sería egoísta llevármelo a la tumba:
Nunca, repito, nunca, os estimuléis sexualmente con un rallador de queso. Puede llegar a ser muy doloroso.
Dicho queda.
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