Capítulo 5: Réquiem por una pelandrusca

Color me once – Violent Femmes

Me miré en el espejo. Mis ojos, de color azul, estaban enmarcados por unas ojeras violáceas y profundas, que hacían que nariz y rostro se vieran aún más alargados. Había pasado muy mala noche. Tendría que empezar a tomar valeriana.

Y lo peor era que en aquel momento ignoraba la cadena de horribles acontecimientos que aún estaban por venir, y que pondrían a prueba mi cordura.

Una vez aseado salí a la calle de riguroso luto, como exigía la ocasión. Zapatos negros, pantalón negro, sudadera ajustada, negra, abrigo largo y negro y guantes cortados, por supuesto de cuero negro.

Mi sombrío aspecto era acorde con mi estado de ánimo y con la ocasión. Tomé el autobús. Hoy no iba a la universidad, me dirigía a la parte alta de la ciudad, una zona residencial de chalets de lujo, El Brillante.

(…)

Cuando alguien de tu entorno muere, sobre todo cuando se es joven, la muerte te sorprende como un mazazo, recordándote tu propia finitud. La salud y la jovialidad son meros biombos a ambos lados del camino tras los que constantemente nos sigue, oculta, La Parca, esperando el momento para hacer su entrada. Si fuéramos plenamente conscientes de su constante acoso nos volveríamos neuróticos, apáticos y depresivos.

Nada más poner un pie fuera del autobús, el helor del aire me sacó de aquel arrebato de existencialismo, mientras que hojas marrones y secas, volutas de polvo, y algún que otro papel, se arremolinaban por el suelo de la calle. Unas gotitas frías me golpearon el rostro. Aquel chispear de las nubes era el preludio de una tremenda tormenta que amenazaba con desatarse en cualquier momento sobre mi cabeza.

A pesar de la alergia (que no alegría) que me provocaban las iglesias y sus ocupantes, me adentré discretamente el templo. La sala era sombría y olía a incienso. Un montón de personas enlutadas estaban sentadas en los bancos de las primeras filas, pero no se veían muchos estudiantes.