Hoy te dejo un nuevo capítulo de Imposible pero incierto, mi nueva novela de los mitos de Cthulhu ambientada en Córdoba, que mezcla el humor con el terror lovecraftiano.
Esta entrada tiene un poco de diario de creación, pero no quería confundir con los títulos.
El tedioso proceso de la revisión está a punto de terminar, pero siempre surgen pequeños detalles de última hora, erratas que se habían pasado por alto… es desesperante.
Pero como decía aquel, «las prisas son para los malos toreros», así que tendré que echarle paciencia.
Espero poder cumplir el objetivo de publicar el libro a finales de junio, aunque como siempre hay factores dentro del proceso que escapan de mi control. Si al final se demorara la cosa a julio, quizás habría que posponer la publicación para septiempre, pues es bien sabido que a partir de la segunda quincena de julio el país entra en el letargo estival.
Esperemos que no, y que podáis disponer de él pronto.
Entretanto os dejo el tercer capítulo del libro, por si os gustaron los dos anteriores y queréis matar el gusanillo.
Como siempre lo acompaño de algunas imágenes ilustrativas, que los libros con dibujitos siempre son más chulos.
Imposible pero incierto (Una novela de horror cósmico)
Imposible pero incierto: una novela de los mitos de Cthulhu ambientada en Córdoba
Capítulo 3: Un amargo desayuno
«Aparentemente, todo seguiría igual, pero nos dijo que teníamos que esquivar a los forasteros por nuestro propio bien».
―Zadok Allen―
Legañas como quesos de bola y un poco de resaca. Eso era todo lo que me había deparado el despertar de aquel día nuboso y gris. Jaimito había acudido como siempre puntual a nuestra cita para ir a estudiar a la biblioteca del centro cívico, que era uno de los pocos sitios en los que podíamos estudiar en domingo. La proximidad de los exámenes de diciembre hacía que, salvo excepciones como la juerga de la noche anterior, los fines de semana se convirtieran en rutinarias estancias en los pupitres de la biblioteca. Frente a mí se hallaban Ramiro, que estaba totalmente concentrado en sus apuntes, y Jaimito, al que conocía desde la más tierna infancia, aunque a lo largo de los años había cambiado mucho hasta llegar a ser el individuo que tenía delante.
Ya desde crío había sido extremadamente delgado y de una altura superior a la media. En la infancia, su delgadez y carácter algo enfermizo habían hecho que fuera un niño tímido y pálido que siempre vomitaba en clase a primeras horas de la mañana para deleite de la limpiadora que, con paciencia, serrín, y pocos escrúpulos, era la encargada de deshacer el entuerto causado por las múltiples alergias alimentarias que hacían mella en aquel infante.
Durante los años de instituto nuestros caminos se habían separado al dejar de estar en la misma clase y Jaimito había pasado a ser un adolescente solitario que paseaba por los pasillos con una barba que habría sido la envidia del más curtido marino, el pelo rapado al uno, y embutido en un grueso chaquetón relleno de plumas que recordaba vagamente al muñeco de Michelin. Su gesto serio y distante, su parquedad en palabras, su tez pálida y su nariz aguileña le habían hecho ganarse en aquellos años el mote de «el enterrador de Lucky Luck», por su semejanza con dicho personaje secundario de cómic.
El hecho de que yo repitiera el C.O.U. hizo que coincidiéramos de nuevo en clase, dándonos la oportunidad de ponernos al día. Poco a poco había ido perdiendo la timidez, a base de juergas nocturnas, partidas de rol, y demás actividades sociales. Incluso su aspecto había cambiado, y actualmente un pelado a lo John Lennon daba forma a su lacia y negra cabellera, y junto con unas gafas redondas con finas patillas de «titanio irrompible, mira, mira, las doblo y no pasa ná», le atribuían un aspecto mucho más desenfadado y abierto.
Había un problema de matemáticas que se me estaba atascando, motivo por el que anoté en un folio el enunciado y se lo pasé a Jaimito, a ver si podía ayudarme a resolverlo.
Éste cogió el papel, se lo quedó mirando un momento, concentrado, y sin levantar la vista espetó:
―Felio, esta letra tan fea no hay quien tenga cojones de entenderla.
―Pero qué dices, chaval ―repuse airado―, fea te lo parecerá a ti, que tienes menos intuición que un tornillo de estrella. Mi letra es elegante y afiligranada ―a cualquiera que siguiera el hilo de nuestra conversación le quedaba claro que las pocas ganas de estudiar estaban comenzando a hacer mella en nuestro ánimo―, es…
―Un garabato ininteligible ―sentenció, cáustico, mi interlocutor.
Ramiro levantó la vista de sus papeles.
―Niños, para estar perdiendo el tiempo vámonos a desayunar ―Fue su proposición.
―A ver qué encontramos abierto un domingo a estas horas ―con esta observación Jaimito se levantó y avanzó hacia la puerta.
Tras franquear la mesa en la que el sicópata pelirrojo, que hacía las veces de guardia de seguridad, realizaba su monótona labor repantigado en su silla, desde la que nos lanzó una mirada inquisitiva que no venía a cuento, salimos a los jardines de setos bajos y parches de césped del Parque Cruz Conde.
El único sitio que encontramos abierto, en una oculta esquina, y en el que no habíamos reparado nunca, dado que no nos habíamos visto en la necesidad por hallarse abiertos otros locales mejor situados, tenía un cartel que rezaba así:
«FREIDURÍA RAFI MARSO
Especialistas en delicias del Atlántico»
Era un local pequeño que apestaba a fritanga; un cubículo de planta rectangular con paramentos rematados por azulejos blancos, pero amarilleados por la grasa de infinitas frituras, lo que le daba un aspecto desvaído y sucio. En su estrechez tenían cabida un mostrador, tras el cual había una cafetera doméstica, una freidora, un arcón frigorífico, y un par de mesas pequeñas dotadas cada una de 4 sillas de metal negro con el respaldo redondo. Al fondo podía verse la puerta del servicio.
Antes de sentarnos en una de las dos mesas, que estaban totalmente vacías, nos aproximamos a la dependienta, una mujer de mediana edad que nos miró fijamente, con cara hosca, perforándonos con sus enormes ojos saltones. Tenía la tez mortecina, de un aspecto céreo y desagradable. Su pelo rubio, ralo y escaso, llegaba hasta los hombros, con una permanente que solo podía ser calificada como desoladora, y que hacía que sus rizos parecieran aros de patata secos, crujientes y manidos. Su mala cara iba más allá de la mala cara de cualquiera que haya tenido que madrugar para trabajar en domingo, y poseía una característica de repulsión intrínseca a su persona, rematada por un fuerte olor a pescado pasado que sólo se percibía cuando se estaba muy cerca de ella, como si se hubiera echado un perfume elaborado a base de despojos piscícolas.
A pesar de que los rigores del tiempo aún no arreciaban con mucha intensidad, y menos para una persona que se pasaba ocho horas a escasos centímetros de una freidora, llevaba el cuello envuelto en una bufanda.
―¿Qué queréis? ―la señora escupió cada una de las palabras de una forma tan despectiva que si no hubiera sido la única cafetería disponible le habríamos explicado cómo usar su ampolla rectal para guardar desayunos y cartas de menú.
―Pues yo me tomaba un colacaito―Comenzó Ramiro.
―¡Aquí no hay Cola Cao! ―La negativa implícita en la frase fue tajante.
Mientras mis compañeros realizaban el pedido del desayuno bajo una hostilidad y tensión crecientes, me puse a ojear un periódico que estaba abierto sobre el mostrador.
Primera noticia; esta hacía tiempo que traía cola:
«NIÑA DE 9 AÑOS CONTINÚA DESAPARECIDA»
Pobrecilla, algún malnacido la había raptado hacía ya una semana. La cosa pintaba mal.
Obvié semejante tragedia que en nada iba a mejorar si yo leía el, de seguro, morboso artículo.
Mis ojos pasaron a la segunda noticia que me llamó la atención:
«PROFANACIÓN DE TUMBAS EN LA MEZQUITA CATEDRAL
La pasada noche tuvo lugar en el insigne monumento cordobés un acto vandálico cuya consecuencia ha sido la profanación de un sepulcro.
Esta mañana, al producirse el relevo del turno de noche al turno de mañana, el guarda jurado de la empresa que gestiona la seguridad del monumento no encontró al compañero encargado del turno cesante. Al inspeccionar las instalaciones encontró que una losa de mármol blanca, ubicada en la zona del edificio correspondiente a la ampliación de Almanzor, cercana al conocido popularmente como cuerno del elefante, que se halla suspendido del techo por dos cadenas, había sido rota, y el contenido de su interior reducido a cenizas.
Hasta el momento se desconocía que dicha losa fuera una tumba, dado que carecía de grabado o signo alguno, y no se mencionaba nada al respecto en ningún texto histórico.»
Por un momento hice una pausa en la lectura y señalando el titular interpelé a Ramiro: ―¿Ves?, te dije yo que no me lo había inventado.
En ese momento la señora (o señorita, pues por su cara de amargura podía aventurarse que no había conocido varón en los últimos lustros) cerró el periódico de un manotazo.
―Si quieres leer cómprate uno.
Le faltó la palabra forastero para que aquello pareciera el previo a una bronca en un salón del salvaje oeste. La situación resultó tan chocante que revertió su efecto alcanzando una comicidad surreal. Nos miramos entre nosotros con una cara que mezclaba sorpresa y diversión, pero optamos por no hacer ningún comentario.
Una vez sentados en la mesa, Ramiro continuó la conversación donde la habíamos dejado, hablando en voz baja para no herir posibles susceptibilidades.
―Felio, eso es pura coincidencia, macho.
―Las casualidades no existen, te lo digo yo. ¿Qué me dices del tufo a pescadilla de la tía esta? Hay unos relatos, que en teoría son de ficción, en los que los habitantes de un pueblo costero se hibridan con unos monstruos que eran como batracios humanoides, ¡y esta tía es igualita que los híbridos que describían! Estoy empezando a pensar que la realidad oculta cosas que superan la ficción.
―Eso será que tiene trimetilaminuria― Jaimito y yo nos miramos con cara espanto―. El síndrome de olor a pescado, que lo vi en un documental, es un problema para asimilar la trimetilamina, un compuesto presente en algunos alimentos. A la tías que lo padecen se les suele agudizar cuando tienen la regla.
Ramiro estaba muy puesto en química orgánica.
―Eso explicaría por qué está tan de mala leche…―repuse yo.
―Que no, hombre ―continuó Ramiro con su argumentación―, que estás empezando a tener el síndrome de Jessica Fletcher.
Para los más jóvenes aclararé que Jessica Fletcher es el personaje que interpretaba Angela Langsbury en la serie de televisión «Se ha escrito un crimen». Era una serie de misterio en la que Jessica, una escritora jubilada con chepa y grandes dotes detectivescas, resolvía en cada episodio un caso de asesinato.
Lo gracioso es que allí donde fue Jessica a lo largo de los 264 capítulos siempre había alguien que encontraba una muerte violenta, por lo que lo extraño era que los amigos, familiares, conocidos y colegas profesionales que la invitaban a su casa o a los eventos que celebraban, la siguieran convocando, aun a sabiendas de que el mal fario de la señora rompía cualquier efecto estadístico. Lo lógico hubiera sido que nada más verla llegar hubieran huido por cualquier vía de escape practicable igual que ratas que abandonan un barco que se está hundiendo, y que su círculo de amistades hubiera acuñado dichos y bromas personales como «Esa idea es tan mala como invitar a Jessica Fletcher a la comunión de tu hijo», o «no me toques las pelotas, que me llevo a Jessica Fletcher a tu cumpleaños», o mejor aún: «es tan peligroso como ir con Jessica Fletcher de montería». Cosas así. Pero, al parecer, los guionistas habían pasado por alto semejante detalle.
El síndrome de Jessica Fletcher, por lo tanto, consistía en que uno creía que allá donde fuera iba a ser protagonista de un misterio que tendría que resolver, y que todo le pasaba siempre a él.
Con un gruñido de impotencia decliné seguir argumentado mi postura y me dediqué a dejar vagar mi atención por la sala reparando en la escasa pero curiosa decoración de aquel antro.
Mientras, Jaimito y Ramiro departían sobre las virtudes de Monkey Island como aventura gráfica.
Una foto en blanco y negro enmarcada en plástico rojo. Fechada en mil novecientos treinta y algo, la última cifra no se podía distinguir. Unos tipos con cara de gañanes, especialmente feos, de labios tan hinchados que me hicieron plantearme si ya existían las infiltraciones de silicona por aquel entonces, y ojos como huevos duros, o eso parecía, pues tampoco es que la calidad de la foto permitiera distinguir los detalles con demasiada nitidez, posaban con ropa de época, o sea, de cateto, al lado de una alberca. Una silueta oscura y ominosa se dejaba entrever en la superficie del agua como una mancha de sombras. Seguramente sería un fallo de revelado de la fotografía, pues la forma era demasiado extraña para pertenecer a nada que encajara en semejante contexto. Junto a la alberca, un cartel con la siguiente leyenda: Ochavillo del Río.
Al enfocar la mirada hacia otro objeto mis ojos se toparon con la penetrante observación a la que la camarera me estaba sometiendo. ¿Había ligado con semejante engendro? Cuando vi el resto de su rostro comprobé con alivio que seguía esbozando el mismo gesto de desagrado de quien está oliendo una enorme y hedionda mierda.
Siguiente ítem. Una foto de un barco de pesca. En la cubierta un pescador saludaba con la mano. Lo extraño en esta ocasión es que el marino parecía llevar puestos, en vez de guantes, unas manoplas de las que se usan para sacar bandejas del horno, pues no había solución de continuidad entre sus dedos. Seguramente sería una herramienta utilizada en algún arte de pesca que me era ajeno. Sin embargo, aquel inocente detalle causaba en las capas más profundas de mi cerebro una punzada de inexplicable inquietud.
Dónde coño nos habíamos metido a desayunar.
En la pared adyacente, un llamativo cartel: “Pregunte por nuestras exquisitas raciones de ancas de rana”. No pude reprimir un mohín de asco.
Último regalito. Un póster o lámina que representaba una visión del fondo marino, con todas las especies animales habidas y por haber. Faltaban solo los snorkels (jovencitos, googlead esto). Estaba hecho con carboncillo y no es que fuera horroroso, es que era molesto a la vista. Los tonos negros, blancos y grises, fríos y oscuros, las especies de un tamaño anormal, pululando como entes carroñeros, y unas extrañas formas que se dibujaban en el fondo (de nuevo tan sólo manchas y sombras insinuantes) convertían el dibujo en una especie de test de Rorschach de dudoso gusto, nulo valor decorativo y aspecto perturbador.
De nuevo me sorprendí al comprobar que la encargada del local seguía apuñalándome con las retinas, sin perder detalle de todo lo que hacíamos.
Intercambiamos algún que otro comentario jocoso para alargar algo más el desayuno, pues incluso aquella opresiva atmósfera constituía una opción más atractiva que volver a sentarnos frente a los apuntes. Pero finalmente, frías ya las migas de las tostadas en los platos, decidimos regresar a nuestros puestos de estudio.
¿Cómo era posible que no hubiéramos reparado antes en semejante local?
El resto del día transcurrió con normalidad, aunque en mi mente subyacía una extraña sensación de turbación, que quizás si hubiera aumentado de intensidad habría acabado dándome algo de gustico, pues por lógica se habría tratado de más-turbación. No entendía cómo podían ser tan parecidas dos palabras con efectos tan dispares entre sí.
La realidad parecía estar dando una vuelta de tuerca mostrándonos su lado más enigmático y misterioso. Era como si mi consciencia tuviera una maleta llena de ideas, de las cuales algunas eran artículos deleznables, carentes de importancia, mientras que otras eran piezas de un extraño rompecabezas, pero aún no había podido distinguirlas entre sí.
Tras la jornada de estudio de la tarde regresé a casa a eso de las nueve. El patio seguía como siempre: dos fachadas de ladrillo visto enfrentadas entre sí. Al fondo una alta pared blanca que era el lateral del edificio contiguo, y que el hijo mayor de la Lourdes, una de las vecinas más dominantes, solía usar para jugar al frontón, sin importarle que el ruido molestara al resto de vecinos, que la pelota a veces se escapara e impactara sobre algún niño distraído, o que la pared quedara llena de topos grises.
Mientras subía por los desgastados peldaños que conducían al piso de mis padres, oí un ruido, una estampida de pasos que bajaban en tropel.
Al momento me hice a un lado para no ser arrollado por una manada de chinos. Al piso de encima de mis padres se habían mudado Xn chinos. Sí, digo bien, dado que desconocíamos el número concreto.
Para nosotros, no acostumbrados a las particularidades de su fisonomía, resultaban indistinguibles, y estábamos seguros de que el número de ocupantes era superior a ocho e inferior a infinito. A veces bajaban veinte, a veces tres, a veces niños, a veces mujeres, a veces grupos mixtos… La única forma en la que se me ocurría que semejante poblado pudiera caber en un piso tan pequeño era que dormían apilados en filas de cuatro, unos encima de otros, cada fila en perpendicular a la inferior, como si fueran palitos de merluza del Capitán Pescanova, arrejuntados en una suerte de Jenga[1] carnal.
―Buenas noches ―me saludó cordial la única persona que conocía del grupo. Se trataba de María, o ese era el nombre occidental que había adoptado para que a los nativos no se nos hiciera un nudo en la lengua al intentar pronunciarlo, según nos había contado mi vecina Palmira, que a los dos meses de haberse mudado los orientales ya era conocedora de toda su vida y no dejaba de repetir que había que ver lo que la querían María, el chino Paco y todos sus subalternos. La nostalgia me trajo a la cabeza al chino Cudeiro. Pena que no se hubiera mudado también al piso, aunque en realidad fuera japonés, como el programa de la tele que lo hizo famoso.
Los que la seguían podían ser perfectamente el chino más pobre de China, Chin Lú Chin Agua Chinná, y el más rápido, Chiunn, porque, repito, era imposible distinguirlos entre sí.
Aproveché para ejecutar un truco que llevaba tiempo guardando en la manga.
―Ni hao ―fue mi contestación. Su significado era ‘hola’. Me lo había enseñado Antoine, que estaba aprendiendo chino porque estaba convencido de que en un futuro a corto plazo los chinos iban a dominar el mundo.
Chiunn, o Chin Lu, no sabría concretar cuál de los dos, me miró con cara de flipado, miró a su acompañante, incrédulo, y me volvió a mirar, como si no se creyese lo que acababa de oír.
―¡Ni hao! ¡Ni hao! ―exclamó riendo mientras asentía repetidamente con su enorme cabeza. Al sonreír me enseñó una dentadura que parecía los restos de un choque de trenes.
Una vez hubieron pasado de largo se les podía escuchar, dado que, en discreción, lo que se dice unos ases no eran, riendo y repitiendo entren sí: ¡Ni hao!¡Ni hao!
Podía decirse que ya había realizado mi buena obra del día. En los peldaños que restaban hasta la puerta de mi hogar me embargaron reflexiones relativas a estos nuevos vecinos. La verdad es que cuando uno pensaba en tener un vecino chino, tan influidos por los estereotipos cinematográficos y televisivos como estamos, imaginaba siempre a un anciano oriental, al estilo del maestro Po, el maestro de kung fu, o a Chou Yun Fat (quien a pesar de su segundo apellido, no está nada gordo) que con exótica sabiduría le mostrara los secretos de las artes marciales, o que le ayudara en los momentos de dificultad con consejos cargados del saber de su milenaria cultura. Pero como la vida no es una serie, las personas que vivían en encima de nosotros eran emigrados de zonas rurales de china, personas sencillas con sus peculiaridades etnográficas incluidas, como escupir en la escalera, hablarse entre sí a gritos, aunque fueran las 3 de la madrugada, también en la escalera, o cocinar cosas que olían a rayos, por suerte en sus cocinas, y no en la escalera, aunque los aromas acabaran inundando ésta última.
Una vez en el umbral de casa llamé al timbre, pero nadie respondió. Mi madre debía estar en casa de los vecinos. Cerré los ojos e inhalé profundamente para preparar mis meninges de cara al estrés al que iban a ser sometidas en los próximos minutos y, resignado, toqué en su puerta.
Ante mí, cual genio surgido de lámpara maravillosa, se materializó mi vecina: dos bolas de grasa, músculo y carne, unidas a una tercera que hacía las veces de cabeza, forrada por una cabellera negra y rizada y que portaba unas gafas de pasta marrón oscuro. Su tez morena me sonrió.
―¡Ayyyy!¡Si está aquí mi principito!¡La niña de mis ojos! ¡El…―iba ya más de una década escuchando las mismas lisonjas por su parte, por lo que, con un «Buenas, Palmira», penetré en el piso. Pasé por el salón, con sus estanterías de color caoba preñadas de figuritas de lo más kitsch, con su espacio en el centro de losetas ajedrezadas, en plan pista de baile setentera, y llegué al salón.
―Buenas, maestro ―espeté a Arturo, el marido de Palmira, que se hallaba sentado frente a la tele en actitud de concentración, con una libreta en la mesa y un boli en la mano.
La vecina, que me había seguido, me reconvino con rapidez:
―¡Shhhh, calla, que Arturo está escribiendo! ―esta última palabra la pronunció abriendo mucho los ojos, con la mirada fija, y con tal grandilocuencia que daba la impresión de que me encontraba ante Nietzche en pleno proceso de creación de Así habló Zaratustra.
―Es que creía que mi madre estaba aquí. Tendrá usted que dejarme la copia de la llave, que las mías las olvidé en casa…―traté de susurrar para no perturbar al genio que se devanaba los sesos en el salón. Arturo tenía en el rostro grabados la concentración y el esfuerzo. Sacaba la lengua por la comisura derecha de la boca mientras ejecutaba trazos con su boli Bic, totalmente abstraído.
No pude evitar fijarme en tan intrigante documento. Con la letra de un niño pequeño que, a pesar de ser diestro, intentara escribir con la mano izquierda en mitad de una crisis epiléptica, estaban anotadas las siguientes revelaciones: «Er» toro «peza kiniento kilo»…Franco «izo mucho pantano»…Islero «mato» a Manolete… ―mis dotes detectivescas se activaron; Arturo había estado viendo, a saber, los toros y algún documental sobre pantanos o sobre la vida del Caudillo―.
«Evaj» te «qita er oló» a bacalao «der sho…».
Esto último no pude relacionarlo muy bien.
En realidad, a pesar de lo estrambótico del asunto, el hecho de que mi vecino pudiera escribir, en sí, ya tenía mérito. La suya no había sido una vida fácil. Nacido en un pueblo sevillano de la Andalucía más rural y profunda, obligado a ser el lacayo del cacique de turno que ostentaba el cortijo en el que los padres de Arturo trabajaban como guardeses, había padecido los rigores de la postguerra, el hambre, y la falta de acceso a una educación formal, hasta que finalmente había podido huir de semejante entorno a Córdoba en busca de una vida mejor. A su manera, era un genio multidisciplinar autodidacta.
Palmira me sacó de mi ensimismamiento al mostrarme la llave atravesada por un pequeño círculo de cordel elástico blanco.
Desconozco lo que soñé aquella noche, pero la mañana siguiente me despertó con un regusto de desazón en el ánimo y un pesado fardo de fatiga, signos inequívocos de que mi sueño había sido agitado y poco reparador.
[1] Juego de habilidad física y mental, en el cual los participantes deben retirar por turnos bloques de una torre (formada por bloques de madera cruzados) de 18 niveles de altura y colocarlos en su parte superior, hasta que ésta se caiga.
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© Imposible pero incierto, 2013, R.R.López, no está permitida la reproducción total o parcial del texto sin licencia escrita del autor.
Hola!.R.R. he econtrado dos faltas en el texto:
1.-«que se haya suspendido» Deberia ser halla ya que se trata del verbo hallarse no haber.
2.-«de acceso una educación formal» Falta la preposicion ‘a’ despues de la palabra acceso.
¡Gracias Cris! Lo dicho respecto a las revisiones, son eteeeerrrrnassssssssssss.
Ahora lo cambio, ¡Un saludo!
De nada!.
Los chistes de Angela Lansbury me han encantado. Muy bueno. Me rio hasta con tus peores chistes. Ahora, a por el cuarto capítulo…
¡Gracias gorgo! Me alegra que te esté gustando tanto.
A ver si se mantiene el nivel.;)
Un saludo