Estos días, mientras se maqueta mi nueva novela de terror cordobesa, la segunda parte de Historias que no contaría a mi madre, ya sabéis, Imposible pero incierto (una novela de horror có[s]mico), me hallo en un estado de inquietud similar al de un padre que aguarda en la sala de espera de un paritorio.
Mi mente está inquieta e impaciente. Por eso, para amenizar la espera de quienes esperamos el libro como bollo recién salido del horno, se me ocurre proponeros una nueva sección: LA BANDA SONORA DE IMPOSIBLE PERO INCIERTO
Con ella quiero compartir las músicas que, bien me han inspirado, o bien resonaban en mi cabeza mientras escribía determinadas escenas del libro. Incluyo también algunas melodías que, a posteriori, me han parecido que serían idóneas si el libro fuera una película y necesitara su banda sonora, y que crean el ambiente perfecto para adentrarse en la historia.
Al igual que en una película no suena la música durante todo el metraje, no he incluido canciones para todos los capítulos, pero sí para escenas que merecen ser resaltadas, A veces la música tan solo capta la atmósfera predominante en el capítulo sin corresponderse con ninguna escena concreta.
Así que comenzamos por el capítulo 1.
Espero que las disfrutéis.
Primer capítulo de mi nueva novela de terror cordobesa
Capítulo 1: Voces en la oscuridad
In the hall of the mountain king – Edvard Grieg
«Que no hay muerto que yazga eternamente, y con ciertos eones puede morir la muerte».
―Extracto del Necronomicón, de Abdul Alhazred―
«Era una noche oscura y callada, y fría como la madre que la parió. Si hubiera podido elevarme sobre los tejados habría contemplado cómo las tinieblas se cernían sobre el laberinto de líneas de empedrado y parches de tejas que formaban las angostas calles y añosas casas de la judería pero, como no llego a tanto, baste decir que caminaba en compañía de Ramiro por uno de los laterales de la Mezquita Catedral. Por alguna extraña razón, la luz de los focos y farolas de la calle que transcurría por esa cara de tan insigne monumento se había extinguido, y las sombras daban un aspecto tétrico y amenazador a los andamios que envolvían la antigua piedra como si de un gigantesco vendaje de hierros y planchas de metal se tratara. Estos debían su existencia a unas obras de restauración que, como todas las obras que se financian con fondos públicos, se estaban prolongando ad infinitum.
No esperéis que ahora tire del manido recurso de “¿qué quién soy yo?” y después me describa de pies a cabeza.
NO.
Si a estas alturas no sabéis quién soy, me da igual. Imaginadme como os dé la gana. Total, para lo que es el caso por mí como si me queréis imaginar con la cara de Brad Pitt y con un pene sobredimensionado (es solo una sugerencia).
Aquella noche habíamos asistido a la mesa redonda «El Fary, ente alienígena o icono cultural», promovida por el sector gafapasta de la ciudad en conjunto con el área de juventud del Ayuntamiento, en la que Antoine había participado en calidad de experto en la filmografía y carrera musical del astro; había reivindicado a capa y espada, por supuesto y como era de esperar, la hipótesis que abogaba por la naturaleza extraterrestre del artista como explicación a su peculiar físico e inusual talento.
Después, nos habíamos ido a tomar unas copas que en ese preciso instante estaban empezando a pugnar en mi interior por reincorporarse al ciclo del agua al que acaban volviendo la mayoría de los líquidos acuosos en un momento dado.
La oscuridad, debida al que suponíamos había sido un inusual apagón, daba al silencio reinante una cualidad ominosa, cuasi premonitoria de que algún peligro acechaba entre las sombras, lo que hacía que el inevitable resonar de nuestros pasos sobre las húmedas piedras de la calzada fuese el único sonido que nos atrevíamos a emitir. A mi siniestra caminaba Ramiro, que esa noche se quedaba en mi casa a dormir. Se había dejado crecer un mechón de pelo para hacerse una trencita, según él para gustarle más a las tías, aunque todos creíamos que lo hacía para ocultar una evaginación axonomórfica que había emitido el simbionte que lo dominaba, y que anidaba en el agujero infectado del zarcillo que llevaba en la oreja. Como su pelo era ensortijado, para evitar que la coletilla fuera una colita de cerdo, le había trenzado a todo lo largo varios trozos de cable flexible de color rojo de los que se usan para cerrar los paquetes de pan Bimbo, que le daban un cierto toque “tribal”, por llamarlo de algún modo».
(…)
Hells Bells – AC/DC
[youtube=http://www.youtube.com/watch?v=ock73QRJBto]
«―¡Qué raro! ―exclamó, situado en la base del muro, una vez su mirada hubo seguido la dirección que le marcaba mi dedo acusador―. ¿Quién coño estará ahí dentro tan tarde?
―Eso es Alá, que está echando horas extra ―Fue mi contestación―. Por cierto, ¿qué horas son ya?
Como respondiendo a su pregunta la campana de la catedral emitió un tañido que reverberó en toda la calle como una tétrica advertencia.
Ambos nos miramos presas de la congoja. Otro, aún más resonante. Por una obvia asociación de ideas comencé a oír en mi cabeza la canción Hells Bells[1], de AC/DC. El edificio terminó su alocución con un tercer doblar de campanas indicándonos que eran las tres de la madrugada, una hora más que razonable para irse a casa, tras lo cual se restituyó el plúmbeo silencio.
Pasados unos instantes recobramos la compostura.
―No hay huevos de subir a ver quién es. ―Lancé el reto a Ramiro.
―Felio, me cago en ti y en tus tajadas atléticas ―repuso él, pues era tradición en mí ejecutar, cuando iba pasado de copas, complicados actos acrobáticos y de malabarismo (en lugar de ponerme agresivo o ensalzar los valores de la amistad) que solían acabar con desastrosos resultados para mi persona y para el mobiliario urbano y demás bienes públicos, lo que finalmente solía atraer a algún representante del orden, que al parecer eran grandes admiradores de mi buen hacer farandulero.
―Venga Rami, enróllate. Seguro que nunca te has subido a un andamio.
―Pues la verdad es que nunca había sido una de mis metas vitales ―se planteó Ramiro con aire pensativo.
―Bueno, tú quédate aquí abajo ―decreté con una vocalización tan buena como el exceso de alcohol me permitía―. Agárrame si me caigo. ―Con estas palabras comencé a trepar entre los tubos oxidados y las planchas metálicas humedecidas por la lluvia de hacía unas horas.
―Sí, te voy a coger al segundo bote ―me respondió Ramiro mientras se frotaba el torso con los brazos tratando de alejar de sí la sensación de frío.
La ascensión por las barras cruzadas del exterior del andamiaje resultaba aparatosa pues tan solo disponía del fulgor de la gibosa luna llena como iluminación. Cuando había subido a unos seis metros, casi al final del la ascensión, el pie izquierdo, que me servía de apoyo para dar el siguiente paso en mi escalada, resbaló del codo metálico en el que se encontraba alojado. Súbitamente mi cuerpo se precipitó al vacío».
[1] Campanas del Infierno