En este episodio hablamos sobre el documental Sesión Salvaje, que nos cuenta cómo la Ley Miró acabó con el cine de terror y fantasía en la España de la transición.
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La ley Miró, el azote del fantaterror español
Gracias a la llegada al poder de los socialistas, Pilar Miró ostentó la jefatura de la Dirección General de Cinematografía entre 1982 y 1986, creando una ley de subvenciones anticipadas para el cine que posteriormente sería conocida como la ley Miró.
Además, Miró fue Directora general de RTVE de 1986 a 1989 y tuvo que dimitir por un escándalo relacionado con los fondos que financiaban sus gastos de representación.
Se rumoreó que el presidente socialista y esta directora tuvieron un romance.
El decreto de 1983 llamado Ley Miró instauró un sistema de financiación a partir de «un régimen de subvención anticipada a los rendimientos de taquilla a partir de la presentación del proyecto del filme, incluyendo el guion, el equipo técnico y artístico».
Este nuevo modelo quiso elevar la “calidad cultural” del cine made in Spain.
Aunque siendo como somos en España, donde casi siempre prevalecen el nepotismo y la picaresca, acabó convirtiéndose en otra cosa.
Al final, adelantándose varias décadas al fenómeno del gafapastismo, basándose en una superioridad intelectual, lo único que hicieron fue aplicar sus prejuicios y acabar con la incipiente industria del cine fantástico español.
La consecuencia de todo este nuevo sistema de financiación fue inequívoca, se acabó con las «películas de bajo presupuesto y rédito inmediato» típicas de los años 70.
El cambio que trajo la ley afectó sobre todo a la industria.
En su libro La historia del cine español, Vicente J. Benet explica:
«la industria se fue reorganizando con una considerable subida de los costes de producción, sector que acabó siendo el más beneficiado por las reformas, en detrimento de los de exhibición y distribución».
A este factor hubo que sumar la competencia con la potente industria del cine estadounidense y la llegada del mercado del vídeo doméstico, que hicieron aún más dura esta competencia.
Llegó un momento en el que, según este historiador:
«Era difícil que, durante la segunda mitad de los ochenta, se pudiera hacer una película no subvencionada o al menos no integrada en los canales de financiación del Estado o de TVE. La subvención y la dependencia estatal habían creado un estándar industrial y estilístico al que tendrían que someterse los productores».
Al final los géneros más comerciales de factura española acabaron desapareciendo de las salas, con una desafortunada excepción: el cine quinqui, películas de género negro sobre delincuentes marginales.
El denominado “efecto perverso de las subvenciones” no tardó en hacerse notar, dado que, a fin de pillar el máximo cacho posible, los productores y directores comenzaron a duplicarse los sueldos, el caché del equipo artístico hizo lo propio, y esto supuso también un incremento del coste de las empresas de material técnico y servicios auxiliares para los equipos de rodaje.
Además podían pedirse subvenciones a varios estamentos, tanto a televisiones como a comunidades autónomas, por lo que muchas veces solo con las subvenciones ya se cubría el coste de producción de la película, siempre que esta fuera seleccionada como beneficiaria, de acuerdo con los requisitos impuestos por el decreto.
Mariano Ozores, prolífico director de uno de los géneros más perjudicados por esta ley, la comedia española del destape o españolada, comenta en sus memorias tituladas Respetable público cómo funcionaba esta ley:
«La Ley Miró no añadía grandes cosas a las normas por las que nos regíamos las gentes del cine, salvo la facultad de conceder unas subvenciones económicas sobre proyectos que estudiaría una comisión de profesionales nombrada por la Dirección General. Nada que oponer a la idea si no fuera porque la directora general tenía derecho a veto a las decisiones de dicha comisión. En la práctica, las subvenciones solo se concedían a productoras afines políticamente al partido en el gobierno y como estas no eran muchas empezaron a surgir nuevas productoras creadas por personas simpatizantes con el partido y con Pilar Miró. No hay pruebas, pero sí sospechas de que, al presentar la documentación, los recién creados productores incluían nombres de actores y directores que se sabía que eran bien vistos».
El propio Ozores contaba como anécdota el momento en que fue vetado por Pilar Miró, en una reunión en la que la directora le dijo que él nunca recibiría subvenciones por hacer «cine para fontaneros”.
El cómo afectó al fantaterror espeñol se detalla en el documental Sesión Salvaje de Julio C. Sánchez y Paco Limón.
Muchos actores y actrices especializados en estos subgéneros tuvieron que retirarse, y muchos acusaron al gobierno de intentar imponer sus gustos a la población.
Cuenta Enrique López Lavigne en el documental Sesión salvaje que Tarantino le preguntó un día que, si era un productor español, por qué no estaba rodando películas con Chicho Ibáñez Serrador. Tarantino debió extrañarse de que el director de clásicos del terror como La residencia (1969) y ¿Quién puede matar a un niño? (1976), no hubiera tenido un mayor recorrido en la industria del cine español.
La Academia de Cine intentó arreglar esto concediéndole el Goya de Honor en 2019, poco antes de su muerte.
Otro de los grandes damnificados por el menosprecio que supuso esta ley para el cine fantástico fue Paul Naschy, el Lon Cheney español, que protagonizó La marca del hombre lobo (1968).
Personalmente, entre su obra siempre me fascinó La bestia y la espada mágica, una película que mezclaba samuráis, katanas mágicas y al hombre lobo en el Japón feudal del siglo XVI. Creo que hasta ninjas salían en alguna escena. Y todo ello en 1983.
No hay que olvidar clásicos del fantaterror español como El ataque de los muertos sin ojos (1973), de Amando de Ossorio, o Pánico en el transiberiano (1974), de Eugenio Martín.
Cabe destacar por su profusión, quizá no por su calidad, la obra del prolífico Jesús Franco, que llegó a filmar más de 200 películas, y cuenta la leyenda que en alguna ocasión alguna casi llegó a ser buena.
Por supuesto, no hay que caer en el romanticismo que da la nostalgia, y, si bien es cierto que había una industria del cine que fue extinguida por esta ley, esto no quiere decir que de lo que se hiciera fuera todo bueno.
De hecho, la mayor parte de las películas del destape y del fantaterror eran infames.
Pero quedaron algunos títulos visibles e interesantes como los que vamos a destacar a continuación.
La novia ensangrentada (1972), de Vicente Aranda, La invasión de los zombis atómicos, Ceremonia sangrienta (1972), basada en los crímenes de la condesa Bathory, o No profanar el sueño de los muertos (1974), de Jorge Grau, que fue la primera versión oficiosa en color de La noche de los muertos vivientes, son de lo mejorcito que parió esta industria del cine fantástico cañí.
También merecen mención Una vela para el diablo (1973) de Eugenio Martín, El bosque del lobo (1970) de Pedro Olea o La campana del infierno (1973) de Claudio Guerin Hill.
Y, por supuesto, también hubo un lugar para el horror có(s)mico y la influencia de Lovecraft, incluso ya en los años 70 y 80, en el fantaterror español.
Dicha huella la dejaron películas la magnífica Pánico en el Transiberiano (1972), que tiene elementos de Asesinato en el Orient express, las películas de zombis y el relato de H. P. Lovecraft En las montañas de la locura, que tenía a grandes del cine de terror en el reparto como Peter Cushing y Christopher Lee.
La grieta, de Juan Piquer Simon, que ganó un goya a los mejores efectos especiales, y que era una aventura submarina con horrores mutantes tentaculares, a caballo entre la ciencia ficción y las obras de Lovecraft, y La noche de las gaviotas, el punto final de la tetralogía de los Caballeros del mal de Amando de Ossorio, que mezclaba a templarios zombis, con un pueblo que parece sacado de La sombra sobre Innsmouth, en el que se hacen sacrificios a una estatua de un antiguo dios humanoide anfibio.
Y muchas más cosas que podrían haber salido de semejante vergel de creatividad e ingenio si no hubiera sido cercenado por la ley Miró.